John Angell James
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Habiendo enviado ya un tratado sobre la FE y el AMOR, que han tenido una gran aceptación por parte del público, sentí un deseo natural y no indigno de completar la consideración del trío apostólico de las gracias cristianas, publicando otro sobre la ESPERANZA. La importancia del tema justifica este intento de presentarlo de forma más completa a los amantes de la literatura cristiana práctica. La ESPERANZA es, de hecho, la sustancia del Nuevo Testamento; el fin de la redención; la gloria del cristianismo; y el antídoto del mal supremo de la naturaleza. Va con nosotros donde todos los demás temas nos dejan, a la entrada del oscuro valle de la sombra de la muerte; y cuando toda otra luz se extingue, nos proporciona la única lámpara que puede guiarnos a través del dominio de la muerte, a los reinos de la gloria, el honor y la inmortalidad. Así logra lo que el entendimiento humano nunca pudo lograr, al resolver el sublime y tremendo problema de la existencia del hombre más allá de la tumba. La "razón sin ayuda" nunca llegó, ni pudo llegar, a una conclusión satisfactoria sobre la inmortalidad del alma y un futuro estado de felicidad. No puede estar segura de que el alma sobreviva a los restos de su estructura material, porque hay algunas apariencias en contra, que los presuntos argumentos a favor son demasiado débiles para refutar. Si pudiera probar este hecho -la existencia del alma más allá de la tumba-, no podría demostrar, ni apenas esperar, que fuera inmortal, pues la eternidad parece ser un atributo demasiado vasto para cualquiera que no sea Dios mismo. Si por algún medio pudiera persuadirse de esto, sería incapaz de demostrar que el alma entraría en su felicidad inmediatamente después de la muerte. Tampoco sabría en qué consiste esa felicidad futura, y aún más, no sabría por qué medios se obtendría la felicidad celestial, y cómo el espíritu terrenal y pecaminoso del hombre estaría preparado para su disfrute. Una vez resueltas satisfactoriamente todas estas cuestiones, quedaría aún la duda increíble y no resuelta de si esta existencia inmortal y esta felicidad estaban destinadas a todos los que llevan la forma del hombre, a los millones de la raza humana, a las innumerables multitudes que descienden al grado más bajo de la humanidad, o sólo a los mejores y más elegidos de la humanidad. Así, a cada paso de la investigación, la "razón sin ayuda" está desconcertada, y ve sombras, nubes y tinieblas en su horizonte. A todas estas preguntas, su oráculo guarda silencio o sólo da respuestas vagas, dudosas y engañosas. Para resolver estos puntos, era necesario que Dios mismo hablara. Él ha hablado, y es la gloria de la revelación, que no ofrece meras revelaciones tenues y oscuras, sino que arroja un torrente de luz de mediodía sobre todas estas solemnes y trascendentales preguntas. Con qué entusiasmo tan brillante deberíamos bendecir a Dios por ese evangelio que saca a la luz la vida y la inmortalidad, y satisface los anhelos más profundos del alma. Un poeta ha cantado, en los encantos del verso, "Los placeres de la esperanza". Corresponde al cristiano, con su Biblia abriendo una vista al cielo, realizarlos y disfrutarlos.